El mundo de los dioses
La manipulación de la madera, la piedra y posteriormente el metal, el descubrimiento del fuego o la invención de la agricultura y de la ganadería, son todos ellos elementos que permitieron el desarrollo de las sociedades humanas. Con el tránsito de una sociedad de nómadas, cazadores y recolectores a una sociedad cada vez más sedentaria de agricultores y de ganaderos, comienzan a surgir los primeros poblados, que con el tiempo se convierten en ciudades.
El ser humano da el primer paso de una nueva senda que llega hasta nuestros días. La adquisición de conocimientos y progresos técnicos, lenta pero inexorablemente, se vuelve cada vez más vertiginosa. Pese a esto, sigue siendo característico el desconocimiento científico de los procesos humanos y naturales. No se sabe por qué caen los rayos, qué es la electricidad, de qué estamos hechos los seres vivos o la composición de la materia, y aunque sabemos construir edificios y conocemos los ritmos de crecimiento de los cultivos, no sabemos qué fuerza hace que se caigan las cosas ni el proceso biológico que opera dentro de la planta. Al no poseer todavía las condiciones que permiten el desarrollo de la ciencia, la única alternativa posible para las sociedades de aquella época es la creación de todo un aparato mitológico y cultural que explique en su lugar los fenómenos. Surge así toda clase de fuerzas místicas y espirituales que, con el tiempo, cristalizará en forma de las distintas religiones.
Este es el punto de partida de toda obra literaria de la antigüedad. Esta escisión de la realidad entre materia y espíritu, y la superioridad del orden divino, ya que de él depende la existencia de todo lo demás, es la cosmovisión mayoritaria de toda sociedad que no haya desarrollado lo suficiente la ciencia. Si bien esta fue puesta en cuestión a través de la filosofía griega, no es hasta el Renacimiento que comienza el pulso entre esta forma de percibir la realidad y posturas más materialistas.
De esta cosmovisión surge un axioma fundamental. Si el mundo físico depende de los dioses, y nosotros no somos dioses sino creaciones suyas, nosotros no podemos hacer nada para cambiar la realidad, sino tan solo rendir culto a estos para que las cosas sigan siendo tal cual son. He ahí el gran despliegue cultural de las civilizaciones antiguas en lo que se refiere a ritos y ceremonias para lograr, por ejemplo, tierras fértiles, abundantes lluvias y buenas cosechas.
El Enūma Eliš
Todo lo dicho forma parte del ADN del Enūma Eliš: texto del siglo VII a.C. encontrado en Nínive (Asiria), pero cuyo origen podría estar en la I dinastía de Babilonia, entre el 1900 y el 1600 a.C. En él aparece todo un panteón de dioses que, con distinto nombre y algunas diferencias, comparte con la cultura acadia y con la sumeria. Narra la creación del mundo, de los dioses, la lucha entre estos y, finalmente, el sacrificio que da lugar a la humanidad y que inaugura la división del trabajo y la esclavitud.
Curiosamente, la narrativa construida a lo largo de todo el relato desprende una historia cuyo motor no es la lucha de clases, pero sí la lucha por el poder, y cuyo desarrollo interno responde a los principios de la dialéctica. Hay en el texto dos grandes conflictos. Por un lado, el asesinato de Apsu (principio cósmico formado por las aguas dulces, marido de Tiamat y padre de todos los dioses) por parte de Nudimuud (también conocido como Ea). Por otro lado, la batalla entre Tiamat (principio cósmico formado por las aguas saladas, esposa de Apsu y madre de todos los dioses) y Marduk (también conocido como Bel, hijo de Nudimuud). En ambos casos, los dioses molestan a sus padres y, tras hartarse primero Apsu y más tarde Tiamat, estos deciden eliminar a sus hijos. Los dioses, cuando se enteran, primero tienen miedo. No obstante, de entre ellos, “el más inteligente, el sabio, el capaz” (I, 59) desarrolla un plan y, tras vencer a uno de sus progenitores, se hace con el poder. Así, Nudimuud a Apsu “le quitó su corona, le despojó de su divino esplendor y se lo revistió a sí mismo” (I, 68). Por su parte, Marduk mató a Tiamat, “echó abajo su cadáver y se puso de pie sobre él” (IV, 104). A continuación, al dirigente del ejército de Tiamat “le quitó la tablilla de los Destinos, […] y habiéndola sellado con un sello, la fijó a su pecho” (IV, 121-122). Casualmente, el gran conflicto entre dioses y humanos tiene la misma naturaleza: los dioses se cansan de los humanos, que hacen demasiado ruido y molestan (esto aparece escrito en el poema de Atrahasis, un clásico de la cultura sumeria). Por desgracia, en esta ocasión los resultados son distintos. Se hace un Gran Diluvio que acaba con toda vida en la tierra excepto la de un hombre que, ayudado por los mismos dioses, se salva a sí mismo, a su familia y a una pareja de cada especie animal (¿parecido a algún otro relato?).
Respecto a los principios dialécticos a los que obedece el desarrollo interno del relato, estos aparecen de manera bastante clara. En primer lugar, es en el seno del sistema vigente donde aparecen contradicciones, y donde se gestan las condiciones necesarias para la posterior ruptura de dicho sistema y consolidación de uno nuevo. En segundo lugar, la existencia del elemento de ruptura es condición necesaria para la existencia del sistema vigente ya que, de no existir este, el sistema retrocedería a uno anterior. Apsu y Tiamat son vencidos por unos seres que ellos mismos han creado. De la imposibilidad de coexistencia entre los intereses de unos y otros surge el conflicto. De haber vencido Apsu, los dioses habrían sido eliminados y el orden de cosas hubiera vuelto al estado anterior, en el que tan solo reinaban los dos principios cósmicos. Sin embargo, vence Nudimuud, este se hace con el poder y un nuevo orden de cosas empieza. Si nace Marduk es porque Nudimuud ha vencido, ya que de haber sido derrotado no podría luego haber tenido ningún hijo (porque estaría muerto). Surge así de nuevo una incompatibilidad de intereses entre Tiamat, que quiere descanso, y Marduk, que quiere divertirse. Tiamat prepara un gran ejército para eliminar así a los dioses. De haber vencido, estos hubieran sido eliminados y se hubiera vuelto al estado primigenio. Sin embargo, vence Marduk, releva a su padre como autoridad máxima y un nuevo orden de cosas empieza, caracterizado por la creación del hombre y la consiguiente liberación de los dioses de las tareas mundanas. Sin embargo, una nueva incompatibilidad de intereses surge. Los dioses deciden eliminar a la humanidad. Lo logran. No obstante, esto les obliga a tener que volver a trabajar, cosa que no les agrada. Así, a través de Atrahasis permiten la continuidad de la especie humana.
El mundo de los hombres
Lo siguiente, por supuesto, no aparece en ninguna parte, pero la consecución lógica de los acontecimientos sería la derrota de los dioses a manos de los hombres. Esto daría lugar a un nuevo orden en el que el ser humano tendría el poder y dependería de sí mismo, es decir, a la historia de la humanidad. ¿Hubiera sido posible esta interpretación del pasado en la antigüedad? En absoluto. No es posible esta interpretación de los hechos sin un conocimiento científico y una cosmovisión materialista. El parche que soluciona esta contradicción es, recordemos, el idealismo hegemónico de dichas sociedades (causado por la base material de estas). El hombre nunca va a poder derrotar a los dioses ya que es inferior a estos, un producto realizado para un fin. A diferencia de los dioses, que nacen libres, “cuando ni habían sido llamados con un nombre, ni fijado ningún destino” (I,8), el hombre es creado “para que le sean impuestas las fatigas de los dioses y que ellos estén descansados” (VI, 8).
A través de este mecanismo, se logra justificar varias cuestiones clave: la división social del trabajo, la división de la sociedad en explotados y explotadores, y la esclavitud. En otras palabras, la legitimación del statu quo.
La cosa es clara, mientras el trabajo humano era aún tan poco productivo que aportaba muy poco excedente por encima de los medios de subsistencia necesarios, el crecimiento de las fuerzas productivas, la extensión del tráfico, el desarrollo del Estado y del derecho, la fundación del arte y de la ciencia, no eran posibles sino gracias a una división reforzada del trabajo; lo que debía necesariamente tener por fundamento la gran división del trabajo entre las masas que garantizaban el trabajo manual simple y algunos privilegiados dedicados a la dirección del trabajo, al comercio, a los asuntos del Estado, y más tarde a las ocupaciones artísticas y científicas. La forma más sencilla, más natural, de esta división del trabajo, era precisamente la esclavitud.
Anti- Dühring; Friedrich Engels
En relación al orden del cosmos, el ser humano no está y no se le espera. Es tarea de los dioses el trabajo intelectual de la naturaleza, es decir, mantener el orden de las cosas. No obstante, antes de la creación del hombre, era tarea de un grupo de dioses menores los trabajos físicos. Como dice el poema de Atrahasis, estos “tenían que trabajar y estaban atareados: su tarea era considerable, su trabajo pesado, su labor infinita” (I, 3-4). En el mismo poema se nos cuenta cómo, para evitar una posible rebelión por parte de los Igigi, se creó al hombre para que este trabajara en su lugar (como se puede observar, en esta obra sí se puede hablar de lucha de clases). Surge así una primera división del trabajo entre la labor intelectual de los dioses y la labor física de los hombres. No obstante, dentro de la sociedad surge una segunda división del trabajo entre la labor física de los esclavos y la labor intelectual de toda una clase de amos cuyo máximo exponente es el monarca que, como summum, tiene una parte divina. El mejor ejemplo de esto es sin duda el Poema del Gilgamesh. Este narra las hazañas de uno de los primeros reyes de Uruk, que así es descrito: “Dos tercios de él dios y un tercio humano. La señora de los dioses fue quien trazó la forma de su figura, mientras el divino Nudimuud perfeccionaba su complexión” (I, 48-50). Otorgando al Rey una condición divina, se legitima su inviolabilidad, su superioridad frente a otros hombres, su capacidad de estar al mando de la sociedad, su labor de trabajo intelectual y la de todos sus séquitos que también se dedican a ello ya que, en última instancia, le sirven.
Si el monarca tiene una parte divina y el hombre ha sido creado para obedecer a los dioses, entonces el hombre ha de obedecer al rey. Si el rey garantiza el buen funcionamiento de la sociedad para poder así servir a los dioses, rebelarse o promulgar una sociedad distinta significa en última instancia empezar una lucha contra unos seres muy superiores a nosotros y contra los que no tenemos posibilidad de ganar. Si esto es así, la sociedad está ya dada, no puede ni debe cambiarse, y el destino del hombre no depende de él, sino que es propiedad de los dioses. Si este ha sido creado para realizar las labores físicas, este no debe ocuparse de su propia organización, sino tan solo trabajar. Así, el Enūma Eliš y otros textos literarios propios de la antigüedad, representan la ideología de la clase dominante de aquella época: la ideología de los amos en una sociedad de esclavos.
Zura
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