No soy crítico de artes plásticas. No he estudiado bellas artes ni conozco en profundidad la teoría de la perspectiva o del color, pero he sido aficionado a la pintura desde hace unos años y me he ido informando motu proprio siempre que he podido. Hoy me apetecía salirme un poco de lo que suelo hacer y hablar muy brevemente acerca de tres cuadros que me llamaron la atención un día cualquiera.
El primero de ellos es Solo Oslo, de Alfonso Albacete.

Este cuadro en apariencia “sencillo” me resultó sumamente enigmático. En él, podemos ver un mar en calma cuyas aguas azules oscuras y grisáceas están acompañadas y quizás potenciadas por un cielo encapotado de colores grises algo más blanquecinos pues, como se puede observar en la esquina superior izquierda, aún es de día. Situado cerca del centro aunque algo por encima de este, hay un barco de vapor dirigiéndose al único rincón del cuadro con tierra, luz y algún color cálido. Mencionar el vapor del barco, que a la vez que se eleva al cielo, también vemos cómo se funde con el océano.
Quizás todo esto sea sobreinterpretar, pero me parece muy interesante cómo, tan solo a través del color, se consigue generar un efecto de calma y esperanza. Ante un mar que parece no tener fin, y cuyos colores fríos, grises y azules invitan más a la nostalgia y a la melancolía que a cualquier otra cosa, dos pedazos de cielo abierto (acabo de percibir que lo que antes dije que era tierra pudiera ser perfectamente tan solo una nube más) acompañados no de nubes grises sino de un blanco casi puro y luminoso, y de lo que parecen ser reflejos de un sol que está cerca del atardecer; logran acallar los temores y, en su lugar, poner un atisbo de esperanza, de que no todo está perdido, de que siempre se puede llegar a algún lado.
Asimismo, el único elemento humano que hay en el cuadro, un barco de vapor, directamente me lleva al siglo pasado, y me hace preguntar si aquello que estoy viendo se trata quizás de un recuerdo ajeno. Sin embargo, las figuras geométricas y los pegotes de pintura que aparecen desperdigados por la composición se me asemejan a glitches, errores en la memoria de aquel que sostiene el recuerdo. Memoria, relato y olvido están sin duda conectados. Esto me recuerda al breve ensayo que hizo Italo Calvino acerca de la Odisea. Sobre el viaje (sea de ida o de retorno), dice este que “es individualizado, pensado y recordado: el peligro es que caiga en el olvido antes de haber sucedido”. Acerca de la memoria, dice lo siguiente: “sólo cuenta verdaderamente […] si reúne la impronta del pasado y el proyecto del futuro, si permite hacer sin olvidar lo que se quería hacer, devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir”[1]. Aquí el recuerdo parece no tener claro ni lo uno ni lo otro, y en su lugar está dejando paso lenta pero inexorablemente al olvido, que parece fundirse e interactuar con el fondo mismo del cuadro, como se puede observar en la estela dejada por el barco, en la que las figuras geométricas parecen no estar superpuestas sino flotando sobre el mar.

El segundo cuadro del que quiero hablar es Cuestión 2020, de Juan Genovés.


Lo que más me llamó la atención de este cuadro (que tuve la suerte de poder ver en persona) son las numerosas figuras humanas que en él aparecen, que no están dibujadas sino hechas con relieve. Esto en la primera foto no se observa con claridad, aunque en la segunda, si uno se fija bien, lo puede observar más fácilmente. Esto no es algo exclusivo de esta obra, pues hay otros cuadros del autor que recurren a esta misma técnica, que genera un efecto óptico la mar de curioso. Si uno no lo sabe o presta poca atención, al principio el cuadro es percibido en dos dimensiones, y el relieve como una cuestión de perspectiva. Sin embargo, pronto observa que algo no cuadra y se genera un efecto de extrañamiento que no disminuye una vez se comprende que las figuras de hecho son tridimensionales. Una experiencia estética/ cognitiva recomendable, desde luego.
Si vemos las figuras como individuos, observamos que, pese a su apariencia humana, son más una sombra o un pegote, un proyecto de ser humano con extremidades desproporcionadas y todas ellas en movimiento. Si vemos las figuras como un conjunto, como la masa que es, vemos una huida de algún lado hacia otra parte, hacia delante y, desde nuestra perspectiva, ascendente. ¿Es una huida o una carga? ¿Es un acto de defensa o un ataque calculado? Como suele pasar, tan solo obtenemos preguntas.
Son también significativos los espacios vacíos, todos ellos circulares, todos ellos semejantes. ¿Acaso asistimos a una estructura inconscientemente organizada cual fractal? El ligero color amarillo que ocupa el espacio vacío más grande pudiera querer decirnos algo. Kandinsky, en De lo espiritual en el arte, dice que el amarillo representa la violencia. Por supuesto, pudiera representar cualquier otra cosa.
El tercer y último cuadro del que quiero hablar no tiene título, y pertenece a Hugo Fontela.

De este cuadro abstracto parece que no haya mucho que decir. Es en apariencia forma sin contenido, y ni siquiera hay título que oriente una posible lectura. Así pues, pudiera ser muchas cosas. El azul nos lleva de manera casi inevitable al agua y/o al cielo. Junto al blanco, pudiera ser un día nublado o un lago reflejando la luz. Si imaginamos que estamos tumbados y el cuadro es justo lo que tenemos encima, pudiéramos ver perfectamente aquello primero que he dicho, y los trazos verdes bien pudieran ser hojas movidas por un viento de rápidas y finas líneas grises o una bandada de pájaros surcando el cielo a toda velocidad. Si imaginamos, por el contrario, que el cuadro lo tenemos a nuestros pies, veríamos hojas o nenúfares flotando sobre un agua en calma.
Esta segunda interpretación me lleva directamente a otro cuadro, Ofelia sobrentendida, de Alice Rahon. En este cuadro también abstracto y que de nuevo recuerda a una masa de agua, el título sin embargo nos lleva a ver aquello que en el cuadro ni siquiera se sugiere: el cuerpo hundido y sin vida de la pobre Ofelia de Hamlet. ¿Qué hay debajo de este otro cuadro? ¿Qué hay debajo de los otros cuadros de los que he hablado? Que vuele la imaginación: una ciudad sumergida, la constelación de Orión, quizás otro cuadro observado por una multitud un día cualquiera en el museo de la ficción.
Zura
[1] Italo Calvino, Por qué leer los clásicos, 1993, pág. 23-24)
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