Un asunto del diablo

¿Ángel caído u hombre nacido?

Existen ciertos temas de alcance universal que siempre son de interés. No es para menos. Cuando cuestiones como la muerte, el amor o la venganza se vislumbran en un relato, solemos quedarnos ensimismados cual mosca ante la luz. Creemos poder encontrar, oculto entre la historia, una posible respuesta, una nueva forma de entender y acercarnos a esa misteriosa realidad. Hoy vengo a hablar del mal. En concreto, de Un asunto del diablo, novela publicada en 2018 por el autor italiano Paolo Maurensig (1943 – 2021). En esta narración doblemente enmarcada (cuestión que no es baladí), se nos cuenta la historia de un pequeño y pacífico pueblo suizo, famoso porque doscientos años atrás pasó una noche allí Goethe. En él, todo el mundo escribe y desea ser reconocido. Sin embargo, nadie logra tal objetivo. Todo cambia cuando al pueblo llega un extraño sujeto que dice ser editor. En esta obra hay dos cuestiones (o bloques de contenido y forma) que me parecen de interés. Por un lado, aquel relacionado con el ya mencionado tema del mal, en el que también entran cuestiones como la figura del demonio o el simbolismo del zorro. Por otro lado, aquel relacionado con la credibilidad del narrador y la existencia de un triple marco narrativo. A todo ello voy a dedicar esta crítica.

¿Qué es el mal? ¿Tiene entidad propia o es tan solo bien in absentia? ¿De dónde proviene: de una fuerza externa a nosotros o de nuestro propio ser? Estas son las grandes preguntas que formula la novela. No a todas se da respuesta. El mal toma cuerpo a través del diablo, un diablo que sin embargo no obra ningún mal sino a través de la palabra. Este, vestido de  editor, promete publicar y conceder una cuantiosa suma de dinero al ganador de un premio literario creado por él mismo. Es cierto que, con el tiempo, va perdiendo toda confianza y se demuestra que es en realidad un mentiroso y un holgazán. No obstante, no es esto lo que causa el mal, y no es él quien lo trae de fuera. Es la propia gente quien parece perder la cabeza: “tan pronto como los primeros manuscritos emprendieron el camino de vuelta a casa, una locura silenciosa comenzó a difundirse por todo el pueblo. […] Estallaban a menudo ardientes discusiones, cuando no auténticas peleas […]. Las relaciones entre personas que hasta entonces nunca habían tenido motivos de discrepancia comenzaron a resquebrajarse” (pp. 101 – 102).

A medida que la pasión literaria va tornando en obsesiva competencia por la supremacía del yo, el pueblo parece sufrir un ataque de histeria colectiva (“la causa de todo […] es el miedo a la indiferencia. ¡Mucha atención a que se nos juzgue indignos del interés de los demás!”, p. 92). Así pues, no es el diablo quien trae el mal, sino que esta fuerza parece residir en el interior de las personas. Es el demonio un mero catalizador, una cerilla que prende fuego al infierno que cada uno posee dentro de sí. De tal forma  habla de sí mismo esta figura, en un cara a cara con el narrador: “¿qué culpa tengo yo, aparte de la de haberles seguido el juego? Al fin y al cabo […] el mío no es más que una sapiente tarea de mayéutica: trato de sacar de cada uno todo lo peor que se oculta en su alma” (p. 122). Asimismo, en un intento de confundir al narrador, dice de él lo siguiente: “el mal estaba en tu naturaleza, el mal lo llevas en tu interior desde que naciste” (p. 122).

No ose nadie llamarme seguidor de la psicocrítica freudiana. Sin embargo, esto me recuerda a lo que autores como Carl Gustav Jung, Joseph Campbell o Christopher Vogler dicen acerca de la sombra. Este último, en El viaje del escritor comenta que «el arquetipo conocido como la sombra representa la energía del lado oscuro, de lo inesperado, lo irrealizado o los aspectos rechazados de una cosa. […] Pueden ser sombras todas las cosas que nos disgustan de nuestra persona, todos los secretos oscuros que no sabemos o no podemos admitir, aun ante nosotros mismos. Las cualidades a las que hemos renunciado y hemos intentado extirpar todavía acechan, operando en el sombrío mundo del inconsciente» (p. 101). Pudiera parecer esta una cita que no viene al caso. No creo que así sea. No es casualidad que el narrador principal de la historia dé al comienzo de la novela una conferencia en un congreso de psicoanálisis en conmemoración del trigésimo aniversario del fallecimiento de Jung. Tampoco es casualidad que el diablo, en el mencionado cara a cara con el narrador, exponga cosas que solo el mismo narrador pudiera saber. El demonio no es en esta novela una fuerza externa que posee personas. Es la sombra de los individuos, su lado más oscuro. Esta figura no es sino aquello de nosotros mismos que rechazamos y en que tememos convertirnos.

«Más astuta que todos los animales»

Pese a lo dicho, el diablo es un ser de carne y hueso, y aunque realice la función arquetípica de la sombra a lo largo de todo el relato, tiene una existencia propia dentro del mundo ficcional. Pudiera decirse, de manera jocosa, que aquí “el diablo viste de Prada”. Viene y va en una limusina vestido de traje y actúa con la confianza propia de aquel que puede comprarlo todo, hasta la dignidad de las personas. Así lo describe el narrador: “todo en su persona peca de exceso, su risa resulta grosera, su gesto teatral, el pelo peinado hacia atrás, más bien largo y untuoso; los labios purpúreos, afilados, con las comisuras hacia arriba como imitando una sonrisa perenne…” (p. 67). Experto en la oratoria, se camela a la gente con facilidad y consigue sin apenas esfuerzo lo que quiere: un despacho propio en el ayuntamiento, el usufructo de una propiedad del párroco… Con el tiempo, sin embargo, se revela su verdadera naturaleza. Así lo cuenta el narrador: “me pareció que había engordado de forma notable, su chaleco de raso estaba a punto de estallar. Sin que cupiera duda de que se apacentaba de almas, era innegable que también era un gran comilón” (p. 95); “a la pensión Müller ya no iba, desde que el dueño le había presentado la factura, con todos los atrasos […]. El hábito de llevar siempre un manuscrito en el bolsillo […]- lo que lo caracterizaba como un hombre entregado a su trabajo- ya no obnubilaba a nadie” (p. 115); “si no fuera por la desmesurada masa de su cuerpo, sin la peluca negra me costaría reconocerlo” (p. 120).  El diablo es todo apariencia. Este se recrea en dinámicas de poder, motivadas por aparentes diferencias de clase respecto al resto de personajes, en su mayoría campesinos, de “baja cultura” y hostiles a personas venidas de fuera. Él se aprovecha, a través de falsas promesas, de los sueños e ilusiones de esa gente que tan solo quiere  ver reconocido su trabajo (y ganar el premio, por qué no decirlo).

Este ser de carne y hueso tiene por supuesto nombre propio: Bernhard Fuchs. Traducido el apellido, esto significa “Bernardo el Zorro”. Este animal aparece infinidad de veces a lo largo de la obra, ya incluso desde su portada (al menos en la edición española de Gatopardo), paratexto que ha de ser tenido en cuenta. A la aparición del diablo le antecede un episodio de rabia entre la población local de este mamífero. Asimismo, a él están vinculados al menos tres de los eventos más definitorios del narrador principal: el episodio de su infancia en que los zorros contagian de rabia a su mascota, el extraño fallecimiento de su pupilo y su propia muerte. Como él mismo dice: “desde entonces, ese elegante animalito se transformó en el terrible […] emblema mismo del mal. Ha poblado mis peores pesadillas, se ha convertido en mi fobia más arraigada. Hasta hacer vacilar mi fe. Sí, porque en ese episodio se encerraba el misterio de la naturaleza humana. ¿Era transmisible el mal? ¿Era contagioso? ¿De qué servía, pues, perseguir el bien, cuando este podía ser puesto patas arriba por un simple rasguño o un hilo de baba?” (p. 62). Curiosamente, si el diablo representa el mal que anida en uno mismo, el zorro representa el mal que contagia a uno. Son pues las dos caras de una misma moneda, dualidad recogida y personificada en la figura del editor. ¿Qué prima pues: el mal como ente natural que arrasa la humanidad, o el mal como la manifestación más primitiva de esta? Como la mayoría de grandes obras, tan solo obtenemos respuestas contradictorias, ambigüedad y más preguntas.

Realidad y ficción

Por otro lado, quisiera hablar del curioso juego ficcional que se crea alrededor de la credibilidad del relato. Quiero decir con esto que, a medida que avanza la novela, el lector medio perderá confianza en el narrador principal (desde ahora, el padre Cornelius). Esto se debe, principalmente, a tres cosas: en primer lugar, la caracterización negativa que de él hace el diablo, señalando la posibilidad de que sea en realidad un asesino, apoyado esto por la propia resolución del conflicto. Compárese la siguiente oración del diablo: “no recuerdas ese episodio, por usar una expresión muy de moda hoy, lo has reprimido” (p. 123); con la siguiente reflexión dada por Cornelius: “parece imposible realizar un acto cualquiera y olvidarlo en el mismo momento en el que se realiza. Observar solo sus efectos sin poder remontarse a sus causas, por muy próximas que estén. Fue lo que me ocurrió a mí” (pp. 125 – 126). En segundo lugar, la caracterización negativa que de él hace el segundo narrador, mostrando a Cornelius como un ser nervioso, quizás paranoico, y alcohólico. En tercer lugar, la descripción que de él da un periódico, el cual alega que “habiéndole sido reconocida una enajenación mental parcial, […] estuvo internado hasta hace un año en un hospital psiquiátrico, donde fue tratado durante casi una década” (p. 133).

Siendo el único testigo de todo lo narrado en la novela este personaje, y pudiendo por tanto estar mediado por él, hay sin embargo un hecho que excede la posible locura de Cornelius, el cual da credibilidad al relato y entra en conflicto con la ya mencionada pérdida de confianza en el narrador. Me refiero a su muerte, así descrita por el periódico: “un guardabosques ha encontrado en el fondo de un barranco el cuerpo de un hombre en avanzado estado de descomposición. No ha sido posible verificar de inmediato su identidad con certeza, porque tenía el rostro completamente despedazado por los zorros” (p. 132). La presencia del zorro, la otra cara del demonio, está presente en el relato que enmarca la narración de Cornelius. También el segundo narrador, ajeno a los acontecimientos del pueblo suizo, es presa del pánico a causa de estos mamíferos en numerosas ocasiones, y también él, cuando va al congreso de psicoanálisis, es testigo de un episodio de rabia entre este animal.

Esto pudiera hacer pensar al lector que, esté o no loco Cornelius, lo que él cuenta es cierto, pero hay una vuelta de tuerca más. Tanto la narración de este como la del segundo narrador está enmarcada en otra narración de orden superior. Así pues, hay tres narradores y tres marcos narrativos, introducido el primero dentro del segundo y el segundo dentro del tercero, como si de una muñeca rusa se tratase: la historia del pueblo suizo, narrada por el padre Cornelius; la historia de Friedrich “o de quien hable en su lugar” (p. 133), un joven corresponsal de una editorial que conoce al padre Cornelius en el congreso de psicoanálisis, narrada por él mismo; y la historia de un escritor anónimo que, reordenando una habitación, encuentra el manuscrito del joven. Lo interesante aquí es que la naturaleza del manuscrito encontrado por el escritor se supone ficcional. He aquí la prueba: “desde que la publicación de una afortunada novela me diera cierta notoriedad, me convertí en el polo de atracción de los aspirantes a escritores. Sus manuscritos comenzaron a llover […] con la solicitud no solo de leerlos para expresar mi reputada opinión, sino también de presentárselos a algún editor” (pp. 9 – 10).

Siendo esto así, nada de lo dicho en ninguno de los dos primeros marcos narrativos tiene por qué suponerse cierto, pues en ellos puede haber una finalidad artística y una deliberada manipulación de la realidad por parte del autor. Hablo, por supuesto, ateniéndome a la lógica interna del propio mundo ficcional. Tampoco del tercer marco narrativo habría de suponerse nada verdadero, pero en este impera el pacto de ficción. Lo fascinante es el juego llevado a cabo, que permite dudar y creer ciegamente en la veracidad del relato, todo al mismo tiempo.

Queda mucho por decir de esta obra. Hay cuestiones que apenas he mencionado, y otras muchas que ni siquiera he vislumbrado. Pudieran ser objeto de estudio, por ejemplo, los paralelismos entre el padre Cornelius y su pupilo, la visión que parece manar del texto acerca del arte literario, o el funcionamiento de la homofobia y de la xenofobia en un entorno rural, entre otras cosas. No quisiera demorarme más. Creo haber hecho algo de justica a esta interesante obra. Si con esto consigo acercar a alguien a ella o alguna otra novela del escritor, habré dado por concluida en esta ocasión mi labor como crítico.

Zura


Maurensig, P. (2019). Un asunto del diablo. Barcelona: Gatopardo.

Vogler, C. (2002). El viaje del escritor. Barcelona: Robinbook.

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